CICLOS CÓSMICOS: CIELO Y TIERRA
Morar los espacios abiertos
La morada es una habitación que indica una diversidad de maneras en que el hombre encuentra su asiento dependiendo la forma en que despliega su naturaleza devastadora, es decir su modo de vida. Los sujetos suelen ocupar los espacios de acuerdo con lo que ellos asumen como su identidad, delimitada por una serie de metáforas que legitiman la posesión de un bien, un cuerpo útil para pernoctar o también para expandirse territorialmente. En el ambiente físico del desierto la errancia puede ser una incursión sin sentido sobre la superficie interminable de polvo y arena; no así quien acostumbrado a vivir bajo los destellos de un sol abrasador contempla pacientemente el tránsito de los nómadas: el peregrino que se dirige al encuentro ritual de su propio sacrificio, una caravana de sedientos migrantes andando y andando en círculos o tal vez un pintor tratando de encontrarle sentido a un espacio árido y estéril.
Quién viaja a través de un paisaje seco dirigiéndose a una frontera sabe bien lo que significa este umbral, más aún cuando se llega al final del laberinto. La poética de Miguel Ángel Ortiz traspasa precisamente por ese nudo de sentimientos colectivos denominado nosotros, desmadejando el eterno retorno de las cosmovisiones dibujadas a través de triángulos, cilindros, texturas, puntos y líneas.
Por ello, la naturaleza en la
obra del pintor conforma un paisaje exploratorio que se desprende de la poesía
o fluye en oposición a la naturaleza artificiosa, desplazamiento que
necesariamente requiere del arte para comprender su propia forma, si es que la
hay. Desde este punto de vista, el desierto es un paisaje rasante pero también
representa un desafío para la imaginación del artista que además ha decidido
confrontar su exilio en tierra de nadie.
En la otra dimensión estética,
Miguel Ángel Ortiz, abre la ventana para mirar el infinito y preguntar(se) si
más allá del cosmos siempre hubo obscuridad o pulsiones luminosas que la visión
humana solamente puede imaginar. Hay, por ejemplo, una calma chicha en el
espacio que precede al estallido de una galaxia moribunda cuyos fragmentos en
realidad son piezas de un rompecabezas mental y a la vez imágenes que se
plasman en un lienzo. No importa si haya vida o no en el infinito porque la
pregunta por la vida nos traspasa persistentemente con un dejo de ironía.
La iconografía que se presenta
aborda distintos ámbitos de su experiencia estética y cromática, pasajes
pétreos y nebulosos o melancólicos que buscan honrar a la naturaleza o bien
discordantes formas urbanoides que se levantan en espacios abiertos puntillosos
que son parte de la habitación vegetal. Porque, al fin y al cabo, la morada es
el lugar donde cada quien busca su refugio, pero también donde se gesta el acto
de creación como resistencia al vacío.
Dr. Daniel Hernández
Palestino
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